Hay obras que parecen escritas no solo para escucharse, sino para vivirse. La Sinfonía n.º 2 de Gustav Mahler —conocida como la “Resurrección”— es una de esas piezas monumentales que atraviesan cualquier frontera emocional, histórica o estética. Este 2025, la Franz Schubert Filharmonia volvió a demostrar por qué es una de las formaciones más admiradas del panorama musical español, ofreciendo una interpretación que dejó sin aliento a públicos y críticos por igual. Fue una noche de esas que se quedan clavadas en la memoria, donde la música no solo suena, sino que vibra, abraza y te remueve por dentro.
Lo que más destacó de esta ejecución fue la intensidad emocional con la que la orquesta se entregó desde los primeros compases. La Segunda de Mahler no es una obra fácil: exige una precisión técnica enorme y, a la vez, una sensibilidad capaz de sostener la tensión entre lo trágico y lo esperanzador. La Franz Schubert Filharmonia supo encontrar ese delicado equilibrio, construyendo un viaje sonoro que pasó del dolor más profundo a la luz más deslumbrante con una naturalidad sorprendente.
El primer movimiento se desplegó con un dramatismo feroz, donde las cuerdas marcaban un pulso casi cinematográfico. Era como ver a la orquesta levantar un muro de emociones que anticipaba todo lo que vendría después. El director supo manejar los contrastes sin exagerar, dejando respirar cada frase musical, permitiendo que los silencios también hablaran.
En el segundo movimiento, más íntimo y casi pastoral, se notó la química interna del conjunto. Las maderas conversaban entre sí con una fluidez mágica, mientras los violines dibujaban líneas suaves que invitaban a la calma. Fue un momento de respiro que preparó el terreno para el estallido espiritual del final.
El tercer movimiento, con su carácter irónico y su danza casi satírica, se convirtió en uno de los pasajes más sorprendentes. La orquesta lo interpretó con una mezcla de ligereza y precisión quirúrgica que dejó al público en una especie de trance. Es un movimiento que siempre genera debate por su tono ambiguo, pero aquí se sintió orgánico, fluido, perfectamente integrado en la narrativa global de la sinfonía.
Y entonces llegó el final. Ese cuarto y quinto movimiento en los que Mahler tira la casa por la ventana, donde la música se vuelve casi mística. La entrada del coro fue uno de los momentos más emotivos de la noche. Sus voces se elevaron con una claridad impecable, sin opacar a la orquesta, sino sumándose a ella como un río que encuentra su mar. La soprano y la contralto invitadas aportaron una luminosidad especial, haciendo que el mensaje de resurrección y esperanza llegara directo al corazón.
Lo que ocurrió en esa última sección es difícil de describir sin quedarse corto. La sensación colectiva era de estar viviendo una experiencia espiritual más que un simple concierto. Los metales, impecables y potentes, se convirtieron en una especie de trompetazo celestial que puso a más de uno al borde de las lágrimas. Era como si la sala entera respirara al ritmo de la música.
El público se levantó inmediatamente al terminar, no por inercia, sino por pura necesidad emocional. La Franz Schubert Filharmonia había llevado la Segunda de Mahler a un nivel que recordaba a las grandes interpretaciones históricas, pero con un sello propio: cercano, humano, profundamente sincero.
Este tipo de conciertos son un recordatorio de por qué la música clásica sigue siendo un refugio emocional en un mundo acelerado. La “Resurrección” de Mahler, interpretada por la Franz Schubert Filharmonia, no fue solo música: fue un renacer compartido, una invitación a mirar más allá de lo cotidiano, un abrazo sonoro que todavía muchos siguen sintiendo en el pecho.

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